Publicado en La Razón
«Intentemos, al menos, que la legalidad se encargue de penar los delitos»
Recuerdan el famoso dicho (y título de película): «¿Por qué lo llaman “amor” cuando quieren decir “sexo”?». Pues ahora sucede con las «señoritas», a quienes llaman así en el Congreso y hasta en los juzgados, cuando quieren decir «prostitutas». En la calle, aunque muchos hombres parezcan escandalizarse al referirse a ellas, se ríen por lo bajini, como los niños al mencionar temas prohibidos. Lo de las «señoritas» les hace gracia…, hasta que se percatan de que, cuando son las de los políticos, se cargan al erario público; es decir: nos toca pagarlas a todos. Hace unos días, cuando en Espejo Público repasábamos el currículo amoroso/sexual del exministro Ábalos (tres mujeres, cinco hijos, muchos intentos de ligoteo hasta con colaboradoras televisivas y dos o tres «señoritas» de pago, colocadas en empresas públicas, para trabajar o no, pero sí para cobrar) yo insistí en que separásemos las cuestiones morales de las legales. La senadora socialista Susana Díaz, indignada con el asunto, me aseguró que su partido, defensor de la abolición de la prostitución (tampoco tanto, querida Susana, cuando no hay manera de que apruebe la ley correspondiente), contaba en sus estatutos con una cláusula de expulsión para el socialista que contratara a una prostituta. Sorprendida, al recordar tantos episodios socialistas de corrupción/prostitución (Roldán, el ERE, Tito Bernie, Ábalos…), le pedí que me lo documentara. Al final, entendí que hablaba de código ético, pero, naturalmente, no de reglamento. Lo moral y lo legal son asuntos diferentes. Por desgracia, en la alegalidad de la prostitución –que el PSOE no ha corregido–, ni siquiera se castiga a un putero que compra la carne de una mujer prostituida, a menos que sea menor; así que difícilmente podría sancionársele si una prostituta le vende la suya voluntariamente; otra cosa es quien la pague. Las «señoritas» están de actualidad por el caso Koldo, pero los ha habido, bochornos, en todos los partidos. Es asqueroso e infame, pero como la moralidad es una cuestión personal y solo tiene condena social cuando se hacen públicas prácticas más que habituales en un país de puteros como el nuestro (las estadísticas lo demuestran), intentemos, al menos, que la legalidad se encargue de penar los delitos. Y contratar y colocar en empresas públicas a las «señoritas» y pagarles con dinero público, lo es.