Publicado en La Razón
«Hay quien se rebela contra las normas, pero solo si careciéramos de imperfecciones dejarían de ser indispensables para paliar nuestros defectos»
Cuando en 1769 John Debrett publicó el libro The Peerage dedicado a la nobleza que le da título (aunque en realidad «peer» significa «par» y así se les denomina a veces a los miembros de la Cámara de los Lores), inmediatamente logró la consideración de la sociedad de su tiempo. Y no solo eso, muy poco después el manual se convirtió en imprescindible en publicaciones como Vanity Fair u obras literarias de renombrados escritores como Oscar Wilde, George Orwell, P.G. Wodehouse o John Le Carré. Tal fue su impacto que, desde esa fecha hasta la actualidad, la editorial británica Debrett’s, ha publicado toda suerte de guías de buenos comportamientos para hombres, mujeres, jóvenes, profesionales de distintas disciplinas… y todas han sido traducidas a diversos idiomas y gozado de enorme éxito. Es innegable que existe interés en conocer las normas sociales y en saber aplicarlas como corresponde. Los códigos no son más que una manera de facilitar la comprensión entre las personas, que, como aseguran los filósofos, no lo son más que en sociedad. Hay quien se rebela contra las normas, pero solo si careciéramos de imperfecciones dejarían de ser indispensables para paliar nuestros defectos. Por eso existen las leyes y las buenas maneras, que posibilitan que las relaciones no sean imposibles. Sorprendentemente, en la España del siglo XXI, esas reglas que favorecen las conductas respetuosas hacia los demás están casi denostadas. Pareciera que ser moderno, inteligente y combativo significara ser maleducado, agresivo y grosero. Sin embargo, la cortesía no es abrir una puerta o retirar una silla sino preocuparte por los otros; y los más inteligentes saben que las formas garantizan la victoria y que la elegancia, como bien decía el Cardenal Newman, es «no hacer daño a los demás». Solo con seguir estas dos premisas basiquísimas, los parlamentarios no incluirían insultos soeces y descalificaciones humillantes en sus discursos y los jueces moderarían su léxico y hasta su tono a la hora de efectuar los interrogatorios, máxime en circunstancias tan delicadas como las de las agresiones sexuales. Y el mundo sería mejor. Pero claro, tal vez abogar por el imperio de la inteligencia y la elegancia entre quienes nos representan y, por ende, en nosotros mismos, es anacrónico o pura utopía… ¿Qué opinan ustedes?