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Cabeza, corazón y cuerpo

Publicado en La Razón

«Solo hay dos asuntos fundamentales para los seres humanos, el amor y la muerte, y si me apuran, solo el amor»

Leí en este mismo periódico, que las «neuronas del amor» existen, que un estudio de una universidad finlandesa revela con qué parte del cerebro nos enamoramos y demuestra que el amor se genera en el cerebro y no en el corazón, aunque sí provoca que el ritmo de bombeo sanguíneo se acelere. También que es imposible tratar de obtenerlo a través de una ecuación química o explicarlo como una mera suma de hormonas. Vamos, que seguimos sin saber qué es y sin poder explicarlo. Eso sí, según estos científicos existen seis tipos distintos de amor (a los hijos, a la pareja, a los amigos, a los extraños (compasión) a las mascotas) y a la naturaleza a su conjunto). Uno menos que en Grecia, donde establecían las categorías atendiendo a la intensidad e incluían la del amor a la patria. Los finlandeses especifican que dependiendo del tipo de amor (y sí, el más grande sigue siendo el de los padres a los hijos), se nota en los ganglios basales, la línea media de la frente, el lóbulo parietal superior o la unión tempoparietal de la parte posterior de la cabeza. Yo no sé si a ustedes esto les aporta algo, pero a mí, que llevo estudiado el amor en varios libros, me ratifica que solo hay dos asuntos fundamentales para los seres humanos, el amor y la muerte, y si me apuran, solo el amor, porque la muerte nos preocupa precisamente porque nos separa de aquellos a quienes amamos; y que dependiendo del tipo de amor, se apoya más una de las tres patas que señalaba Voltaire: cabeza, corazón y cuerpo, (entendiendo cabeza como raciocinio, corazón como sentimiento y cuerpo como sensación). Además, que los síntomas del amor de pareja siguen siendo aquellos que dejó explicados Safo en un puñado de versos y que el gran misterio no radica en saber si el amor emerge del cerebro (epicentro del ser humano) o de la tripa (segundo cerebro), sino en lo enormemente difícil que es amar bien, querer hacer con el otro «lo que la primavera hace con los cerezos», que diría Neruda. O lo que es lo mismo, desear que el otro florezca…

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