Lolita, ya Lola, también y por derecho, se aparta la melena rizada de la cara antes de contestar a la pregunta sobre la medalla de su madre. Y mirando de frente, con esa media sonrisa maliciosa pintada en la cara, dice: “Me ha sorprendido que se la den ahora. Lleva 28 años muerta. Todo reconocimiento es bueno, pero un poco tarde, también”.
Aún así, Lolita ha agradecido, con la pasión con que lo hubiera hecho su madre, andaluza hasta por las costuras, esa medalla de la habría enorgullecido y emocionado; pero no ha dejado de señalar a los políticos que espera que la de su madre “sirva de precedente y que las condecoraciones se den en vida para que las condecoradas las disfruten”. Así son las cosas. O así es España. Capaz de adorar y destruir en el mismo día a la personalidad más destacada, Y también de no reconocerle toda su grandeza hasta que desaparece.
Enterramos bien a los muertos, pero no arropamos igual a los vivos. Lola, la ya hija predilecta de Andalucía, tuvo un inmenso reconocimiento, seguimiento y cariño por parte de españoles y foráneos en vida; pero también sus errores (su deuda de Hacienda entre ellos), le pasaron factura y provocaron, tal vez, que se retrasaran las distinciones que más feliz le hubieran hecho. Como esta medalla de Andalucía, la tierra que llevaba en las venas y que consiguió engrandecer en el mundo entero, gracias a presumir de su procedencia y de su acento.