Publicado en La Razón
Dicen que la confianza es el mayor de los patrimonios. Un intangible que confiere súper poderes y sin el que las personas se marchitan en mares de inseguridad. La confianza es ese privilegio invisible que nace de una relación de amor. La primera, la que se establece entre padres e hijos. El vínculo que se construye entre unos y otros, que les permite alejarse sabiendo que el regreso está garantizado. Desde ese preciso instante en el que los hijos adquieren la seguridad de que sus padres volverán, se dibuja un cordón incorpóreo entre ambos que, en condiciones paterno filiales normales, está asegurado de por vida. No hay herencia mejor. Esa confianza de tener para siempre a alguien cubriéndonos la retaguardia nos reduce las vulnerabilidades y nos ayuda a superar los obstáculos. Nos hace más fuertes y hasta mejores, porque recorremos el camino con menos suspicacias. Cuando ocurre lo contrario y crecemos sin la confianza de los nuestros o la vamos perdiendo por el camino, nos volvemos susceptibles y hasta lúgubres, porque nos quedamos sin nuestra armadura de protección y nos sentimos desamparados. Es como si nos desproveyeran de nuestras herramientas para enfrentarnos a la vida y nos sumergieran en océanos de tristeza infinita de los que es imposible escapar. Sentir que la confianza de nuestros padres (o en nuestros padres) desaparece es incluso peor que despedirlos. Cuando mueren -ley de vida- nos quedamos huérfanos de su presencia, pero no de su recuerdo, ni de esa confianza que nos otorga fortaleza. A menos que la perdamos antes de que se vayan y lo hagan dejándonos ese temor insoslayable a que los otros descubran nuestra falta de confianza en nosotros mismos, desaparecida cuando nos la negaron nuestros progenitores o nos decepcionaron…
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