Artículo publicado en la revista A QUEMARROPA, durante la Semana Negra de Gijón 2020. También publicado en El Cuaderno
Los clubes de carretera son esos lugares sobre los que penden luminosos anuncios de colores que pretenden atraer a los clientes hasta su interior. Funcionan con la apariencia de un hotel, pero solo de chicas, eso sí. Como si fueran casas de ejercicios espirituales o residencias de señoritas encerradas tras las rejas para guardarlas de los lobos y custodiadas por tipos con brazos como pavos de acción de gracias.
Sé que lo saben. No disimulen ni quieran hacer ver que no son cómplices por obra o por omisión. Ustedes, como yo, conocen la existencia de esos lugares, hayan estado en ellos o no. Y también que allí no duermen chicas felices, sino mujeres prostituidas y dolientes. Putas, dirán algunos. Pero no, casi nunca son putas. Es decir mujeres que ejercen la prostitución de manera voluntaria. Las que eligen prostituirse por sí mismas puede que lo hagan libremente, pero casi nunca por propia voluntad. Y menos por gusto. “La prostitución es un remedio cuando descubres que el hambre deja peor sabor de boca que el semen”, contó el maestro Alvite que le contó a su vez a él una mujer de alterne. Pero la mayoría ni siquiera tienen opción a elegir. Así que no son putas. Son mujeres prostituidas, víctimas de trata. Jóvenes desgraciadas a quienes pescaron en sus países de origen con el anzuelo de una vida mejor. “Muerde, bonita muerde. Mira qué gran sueño te ofrezco. Solo tienes que morder y todo esto será tuyo” .Y la chica, sonriendo, casi sin darse cuenta, abre la boca bien grande y deja que el gancho se le clave en la garganta. Al principio, entretenida como está con las mentiras, ni se da cuenta del dolor que le provoca. Luego es otra cosa. El gancho se transforma en una cadena y la pescada advierte que no tiene escapatoria y que en cuanto llegue a destino se la irán comiendo poco a poco, sin anestesia: primero sus piernas, luego sus pezones, después su sexo y al final, su corazón. Y si es negra, peor. Entonces algunos ni querrán probar sus despojos y solo penetraran sus oquedades en oscuros callejones con olor a orín de putero. La sordidez de la prostitución multiplicada por mil. La de las mujeres nigerianas. Como todas las víctimas, arrancadas de sus familias o a veces vendidas por ellas y obligadas a emprender un viaja aterrador, pero en su caso, después de un ritual de vudú, no menos pavoroso, que las vuelve aún más sumisas que la propia deuda contraída con sus captores. Otra vez la deuda. Esa anzuelo transformado en soga irrompible con la que ahorcarse, el gancho en la garganta de la pescada del que tira el pescador. Sangrante siempre. Creciente siempre también. Inasumible. Impagable. Una amenaza constante que pende sobre sus cabezas y sobre la de sus seres queridos. “Si no trabajas, estás muerta. O lo están ellos. También si me denuncias.”
El trayecto desde Nigeria hasta España es más largo y más terrible que el de otras víctimas desde su país al nuestro. Puede durar tres meses. O tres años. Y pasan cosas. Muchas cosas. Las viejas camionetas huelen al sudor y las lágrimas de los captados. Son muchos. Todos los que caben amontonados, en la pequeña cabina trasera del vehículo. También hay chicos. Y todos tienen miedo. Por eso su sudor y sus lágrimas huelen distinto. Y ese olor, agrio, áspero y picante sube por sus narices, se expande por sus cerebros y casi no les deja respirar. Hay poco agua. Y poca comida. La justa para que sobrevivan, los que sobrevivan, que no serán todos. Mucho menos todas. En el camino son insultadas, golpeadas, violadas y a veces revendidas a otros tratantes intermediarios… Algunas llegan embarazadas a la frontera. Así lo quieren sus captores para que su entrada resulte más fácil. A otras, las separan de sus hijos, para vender sus órganos o para entregárselos a mujeres que les conviene que atraviesen la frontera antes que ellas. Las hay que abortan durante el viaje de manera espontánea o por algún golpe o porque a su amo se le antoja. Deben rezar entonces a sus dioses de vudú o de la Iglesia, porque si algo va mal, las abandonan, moribundas, sobre su propia sangre. Prefieren que no mueran porque la carne muerte no se puede vender. Pero no detienen un segundo su paso para salvarles la vida.
Al divisar la frontera a las nigerianas les brillan los ojos. Aunque tengan que cruzarla ocultas bajo la tapicería del asiento de un coche o entre los hierros del salpicadero y vayan a llegar medio asfixiadas y retorcidas a destino. Ni las torturas del viaje ni la inclemencia de sus captores les han hecho aprender. Todavía creen en cuentos de hadas. Piensan que su infierno se acabará cuando entren en España. Que allí encontrarán trabajo y serán personas. No saben que su esperanza está a punto de desvanecerse. Que en cuanto contacten con su Mami (la proxeneta nigeriana que las entregará al proxeneta local) comprobaran que las llamas del infierno pueden quemar aún más y que los animales viven mucho mejor que ellas.
Las hay que saben que tendrán que prostituirse. Ninguna sospecha que se convertirá en esclava. Que no podrá salir ni entrar. Ni comer lo que desee. Que de su mísera retribución por atender a los más abyectos deseos sexuales apenas le quedaran algunos euros, que difícilmente podrá enviar a su familia. Que su deuda se seguirá incrementando mientras ofrece su cuerpo a destajo, por la comida la ropa y hasta los tampones que tendrá que pagarle a los vendedores de su propia carne.
Cuando comienzan a trabajar, más sobre el asfalto que sobre el colchón de una habitación de prostíbulo: “Aquí no queremos negras”. La esperanza se licua como los cuerpos de esos hombres que se derraman en ellas, sobre ellas, al lado de ellas, y que dejan marcas de esperma hasta en los adoquines de las calles. “Ell semen deja peor sabor de boca que el hambre…” Sin hambre, no estarían allí. Ni sabrían lo solas que pueden llegar a sentirse, rodeadas de tanta gente. De puteros. De proxenetas. De esbirros dispuestos a abrirles la cabeza sino obedecen. De otras mujeres prostituidas con las que tampoco pueden establecer vínculos, porque son sus rivales, sus competidoras, las que pueden quitarles ese trabajo que tanto aborrecen pero que necesitan conseguir. “¿No has trabajado? Mala puta. Tampoco hay comida entonces. Te toca paliza”. Están tan solas que la soledad les duele aún más que las heridas. Los golpes no les eximen de trabajar, de hacer cualquier cosa para resultar rentables. Y si no lo hacen o si enferman y no pueden, se convierten en material inservible y es posible que les cueste hasta la muerte. ¿Un cáncer de mama y una amputación de pechos? “Una puta sin tetas, ¿para qué coño sirve una puta sin tetas?”, dice el asesino de Blessing, en mi novela, “La chica a la que no supiste amar” (Espasa).
Los clubes de alterne, esos cuya ubicación todos conocemos, los hayamos frecuentado o no, los mismos que no existirían si no hubiera un abogado que asesorara a un proxeneta, un banquero que gestionara el dinero sucio de su negocio, un policía corrupto que ocultara sus movimientos, un periodista que amparara sus campañas de comunicación o un médico que revisara el estado de la carne fresca, son cárceles. Como lo son los pisos donde las mujeres prostituidas viven hacinadas y de donde solo escapan algunas horas para pisar las aceras donde serán devoradas por los lobos. Están solas. Y siempre quisieron lo mismo que el resto de las mujeres: no estarlo, una vida normal, un trabajo sencillo, un amor, una familia…
Recuerdo ahora, mientras tecleo, las palabras antiguas de un amigo putero, cuando yo aún desconocía que existía la trata en nuestro país. Presumía de tener amigas putas. (“libres, ¿eh?, por propia voluntad”). Y me decía que, en ocasiones, tras haberse beneficiado de esa supuesta generosidad de algunas de ellas , tan increíble como incomprensible, consistente en regalarle su trabajo y su carne por un rato, por pura amistad, llegaban los remordimientos. “A veces –confesaba-, aparecen como una sombra, junto con la ternura. Y duelen un poco. Pero luego se van”. No era verdad que le regalaran nada. Tampoco que fueran sus amigas. Y menos aún que fuesen libres. Pero era difícil reconocer tanta indecencia. Asumir el pecado. Aceptar la condición de putero. De miserable arrendatario del cuerpo de una esclava. Y menos aún poder evitar ese pesar interno por la noche, en el colchón propio compartido con la mujer legítima, al recordar, con inquietud, la tristeza infinita de los ojos de las putas.
Así que, no. Putas no. Mujeres prostituidas. De esas que ustedes y yo sabemos que viven cautivas en los clubes de carretera y en las que evitamos pensar cuando nos iluminan los destellos de las luces de sus carteles.
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