Sábado 15 de octubre de 2016. Como todos los 15 de octubre, desde hace sesenta y cinco años, noche del Premio Planeta en Barcelona, a la que yo llevo acudiendo desde hace veinticinco, en calidad, primero de becaria, luego de periodista y finalmente, desde hace muchos años ya, autora de la casa. Mesa de escritores y editores y una discusión acalorada, que antes había corrido entre las conversaciones del hall. Bob Dylan sí, Bob Dylan no. Nadie negaba al cantautor, claro, pero sí su flamante Nobel de literatura. Las bromas se sucedían “igual el Planeta de este año lo gana Marta Sánchez” dijo uno, mientras otro comparaba a Dylan con Sabina, a quien, por cierto, leí loando el premio de su compañero: “nuestro mundo ha quedado elevado a la categoría de alta cultura y eso está bien”. Bromas aparte y sin ánimo de restarle méritos a Sabina, a quien admiro y venero, creo que Dylan tiene alguno más. Durante la velada -igual que ahora- yo actué como defensora de su Nobel frente a quienes pensaban que lo que le correspondía era un Grammy. Porque, verán, lo suyo no es de Grammy. Es otra cosa. Lo importante en literatura, creo yo, no es tanto la obra publicada, como lo que emociona lo que se cuenta o se canta. Ya sé que se hacen juegos con estos verbos, pero la literatura fue oral antes que escrita y los bardos los encargados de su transmisión. En todo caso, Dylan, que además tiene dos obras en prosa publicadas (ese experimento fallido de prosa poética que fue “Tarantula” y una autobiografía deliciosa, “Chronicles”, nominada a los premios de la crítica en EEUU, cuyo segundo tomo, podría estar en camino) siempre fue un reconocido poeta por el contenido de sus canciones. Está claro que no son sus dos libros los que le han valido el Nobel, sino sus letras, imbatibles, repletas de poesía rompedora, que contribuyeron a los cambios de una época y que asombraron a los poetas beat. Una de sus canciones, considerada como la mejor de todos los tiempos, “Like a Rolling Stone”, arrasó en los sesenta y se convirtió, según el poeta estadounidense David Henderson, en «una epopeya». El sábado, cuando en la mesa atacaban despiadadamente ese Nobel concedido a Dylan se me ocurrió preguntar a los comensales “¿habéis leído sus letras? Todos reconocieron que no. Me hubiera gustado saber, además, cuántos de entre los indignados sabían inglés. Si hubieran leído a Dylan o entendieran sus letras tal vez su percepción hubiese sido diferente. Pero saber inglés o no, como tantas cosas en la vida, a veces solo es, ya saben, a Simple twist of fate.
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