En los últimos días, la tristeza de Cristiano Ronaldo ha dado más titulares que la prima de riesgo. «Estoy triste», dijo el luso. Y se armó el belén. A mí, como a tantos otros, su tristeza me da risa. Hombre, si se le hubiera muerto un familiar, le hubiese dejado la novia o le hubieran rescindido el contrato, hasta le daríamos el pésame con sentimiento. Pero es que las penas de Ronaldo, que él publicita sabiéndose el rey del mambo y con la rotunda seguridad de su repercusión, son penas de «chichinabo», de mentirijillas, penas absurdas que si fueran reales guardaría en el fondo de su fornido pecho, en vez de echarlas para divertir al pueblo.
Está claro que el fútbol es el opio de nuestro tiempo y que a la ciudadanía hay que darle pan y fútbol, que es el circo del siglo XXI. Analizando las penas del privilegiado Cristiano, los mortales nos olvidamos de las nuestras, reales, tangibles, rotundas y dolorosas, y hasta nos permitimos compadecerle. «Pobre Cristiano», decimos. «Está triste». Y así, sentimos disiparse lo nuestro y nos creemos un poco a su altura e incluso casi por encima. «Pobre Cristiano», repetimos. Y mientras, le vemos salir con el primero, el segundo y así hasta el decimoquinto de sus coches, de su magnífica mansión, aunque eso sí, con una carita de congoja y tan afligido, que nos dan hasta ganas de abrazarle y decirle: «Venga Cristiano, vente arriba, que seguro que eso no es nada y las penas con pan y goles no es que sean menos, chico, es que no existen».
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